La criminalidad avanza mientras el gobierno se limita a contar muertos. La promesa de seguridad se desangra en las calles
El Perú de hoy está sumido en un clima de miedo palpable, donde las calles, lejos de ser espacios de convivencia, son auténticas loterías en las que la muerte se lleva la delantera. En Lima y otras regiones, la delincuencia se ha infiltrado de tal manera en la vida cotidiana que la sensación de vulnerabilidad es ya una constante. Los ciudadanos, atrapados en su propia desesperación, se ven obligados a esconderse del peligro, rezando por llegar a casa sin ser víctimas de un asalto o una balacera.
El gobierno, en un ejercicio de desinformación, se aferra a estadísticas que pintan una realidad que no existe en las calles. El Ministro del Interior, Juan José Santiváñez, habla de una disminución de los índices de criminalidad, mientras los peruanos sienten cada vez más cerca la amenaza de un sicario, un extorsionador, o un secuestrador. Las cifras no pueden contradecir la cruda realidad: los ciudadanos se sienten desprotegidos, viviendo una suerte de guerra no declarada, en la que la seguridad es un sueño lejano.
Los estados de emergencia, en lugar de ser una solución, son solo parches que enmascaran la ineficacia de un gobierno que no sabe cómo enfrentar la crisis de seguridad. Las promesas de un futuro sin delincuencia suenan vacías cuando la misma población, a pie, lo único que escucha son disparos y gritos de auxilio.